Una gota de lluvia tiembla en la enredadera.
Toda la noche está en esa humedad sombría.
De repente la Luna la ilumina.
JOSÉ EMILIO PACHECO
La época de lluvias en la Ciudad de México es un fenómeno bien conocido; sabemos que las precipitaciones pluviales más intensas acontecen en esta ciudad durante el verano. Por eso, este 24 de diciembre causó desconcierto en todos: lluvia constante y copiosa desde las doce del día y que no ha cesado pasada la medianoche. Desde luego son fenómenos probables y sobretodo, dirían algunos, ocasionados por la cuestión del calentamiento global. Yo pensaría lo mismo sino supiera que este acontecimiento atípico tiene mucha relevancia, es decir, debía pasar, y hasta le podemos conferir cierto significado místico si ustedes quieren.
Dicen que el efecto mariposa, explicado de una manera seguramente simplista, consiste en que el aleteo de una mariposa puede tener consecuencias desproporcionadas del otro lado del mundo, por ejemplo, provocar un huracán. Algo así sucederá con la lluvia de este día; hoy llueve para darle vida a los axolotes.
Si pudiéramos observar a esta ciudad en la noche, desde arriba, como si fuéramos un satélite capturador de imágenes, notaríamos que entre la densidad de luces, “la mancha urbana”, existen algunos rincones oscuros, muy pocos. Uno de esos rincones negros se localiza a menos de un kilómetro de aquí, es uno de los remanentes que, por alguna razón, no han sido absorbidos por la voracidad de la ciudad; y que son un recordatorio de cómo lucían hace veinte, treinta años las ahora atiborradas calles.
Esa zona tiene nombre, son los ejidos de San Gregorio Atlapulco. Solían ser parte de una gran extensión de tierras ejidales que llegaban hasta Iztapalapa. Estos ejidos, hoy bordeados de urbanización, alguna vez quizá remitieron a una forma colectiva de organizar la tierra, al estilo de los kalpulli prehispánicos. Pocos saben lo que hay ahí, no es un tema en realidad relevante para la mayoría, menos podrían adivinar lo que sucede precisamente ahí esta noche conforme las gotas de lluvia se hacen más gruesas.
El perímetro está acotado por autopistas, tiraderos de basura, viviendas; quién podría imaginar que detrás de esos límites urbanos, entre los humores de las aguas negras, los tiraderos clandestinos y los caminos terregosos, deambula lo que podríamos llamar el alma de un pasado lacustre que, aunque desahuciado, se resiste a perecer. Dan testimonio de esto los canales y lagunas, que en esos ejidos se abren paso a la menor provocación; ¡y cómo no hacerlo!, si yo he visto en las ilustraciones de los libros que esta ciudad era pura agua.
Al principio yo no lo imaginaba, pero al adentrarse en esa zona uno se puede encontrar con parajes capaces de impresionar a cualquier citadino. Bueno, no es que seamos jueces muy estrictos: viviendo en la ciudad del smog cotidiano y el asfalto interminable, nos damos por bien servidos si alcanzamos a ver los volcanes nevados alguna mañana del año.
Esta lluvia ha sido suficiente para anegar las calles, cosa de lo más frecuente durante el verano en esta, la ciudad petrificada sobre un lago. Desde mi ventana se oye el ruido generado por las llantas de los autos que parten bruscamente el agua (se equivocaría quien piense que el chilango no tiene la oportunidad de escuchar las olas desde su ventana algunas veces al año).
Allá en los ejidos la cosa es algo distinta, el agua escurre de entre las plantas, se filtra en la tierra o busca caminos superficiales que inevitablemente conducen a un cuerpo de agua. Sería incorrecto suponer que todo ahí conserva un carácter prístino, no es así, después de todo es un reducto rodeado por una urbe monstruosa. Aún así, prevalece fauna que pensamos sólo sobrevivía en fábulas (o en los íconos del metro). Cuando yo empecé a recorrer estos lugares semilacustres, sentí que verdaderamente sólo animales con facultades mitológicas podrían ser capaces de vivir, aquí, ante tanta adversidad.
Les podría contar muchas cosas al respecto, podría decirles, por ejemplo, que de estas criaturas fue el axolote quien capturó mi atención profundamente. Que yo, al igual que muchos otros, caí en la seducción del anfibio con características más atípicas del mundo y que al estar su existencia tan ligada con las aguas de esta ciudad, no pude más que pensar en la fuerte carga metafórica del axolote. Pero eso realmente no es importante, pues mientras escribo, la lluvia se apacigua. Ya sólo gotea o, como dicen las abuelas, “chichipi”, haciendo referencia en náhuatl a una gota que cae y cae.
Son precisamente estas últimas gotas las que derramarán el vaso, las que romperán un umbral requerido para desbordar el cauce de ciertos apantles o canales; son también la última dosis necesaria para diluir concentraciones de residuos orgánicos y otra materia impregnada en el deteriorado sistema de canales. Este fenómeno no es raro, los especialistas saben ya desde hace un tiempo, que las lluvias de verano tienen cierto efecto purificador sobre la zona lacustre. No obstante, esta vez la intensidad del agua cae en invierno: la época en que a los axolotes les gusta poner sus huevos.
Si pudiéramos salir a caminar en esta madrugada, yo podría llevarlos al punto exacto donde se encuentra una hilera de cinco ahuejotes altos y no muy separados. Estarían escondidos en la penumbra, pero todos ellos cimientan a una chinampa de los ejidos, que tiene por aristas apantles estrechos.
Las raíces de esos ahuejotes crecen hacia el fondo del lago. Está tan oscuro en este momento, que no podríamos seguir con la vista a esas raíces bajo el agua y notar cómo se entrelazan en el fango. Si acaso la violenta luz de un trueno nos permitiera ver entre las horquetas de las raíces, descubriríamos huevos de axolote en esas complejas cavidades, incluso algunos ya eclosionados.
Esas crías nacerían sólo para morir rápido, la misma suerte de muchos otros axolotes año tras año. Enfermarían cuando su piel, altamente permeable, entrase en contacto con el agua tóxica. Sin embargo, esta noche cada gota ha contribuido a retrasar su inminente muerte. No sólo no morirán pronto, las aguas de esta lluvia les permitirán desplazarse en el laberinto de canales. En los siguientes meses, un par de ejemplares serán avistados de madrugada por diferentes chinamperos y, eventualmente, un grupo de biólogos capturará a algunos de los jóvenes anfibios. A estos científicos no les interesará saber sobre el efecto mariposa ni la lluvia de diciembre, los llevarán al laboratorio, harán mediciones y proyecciones. Determinarán que estos axolotes son silvestres, refutarán así aquellos estudios conclusivos sobre la total incapacidad del sistema lacustre urbano de favorecer la vida y nacimiento de más axolotes.
El fortuito hallazgo será de tal impacto que concentrará la atención de locales e internacionales, “Mexican researchers spot axolotl salamanders”. Muchos lo entenderán como un presagio, cuasi cósmico, innegable: la última oportunidad concedida para preservar vivo un ecosistema, a un pequeño universo, que corre el riesgo de terminar reducido a una maqueta de museo.
En un fenómeno tanto o más improbable que la lluvia de diciembre, nacerá una perenne voluntad política y popular por restaurar la zona. Probablemente ya no será siquiera cuantificable, pero eclosionarán muchos huevos más en los lustros venideros.
Amanece. La lluvia por fin ha cesado. Sin embargo, allá, en los ejidos de San Gregorio Atlapulco, el movimiento de la aleta dorsal de los axolotes recién está iniciando.
MX